LAURA FREIXAS 16 ABR 2014 – 00:00 CET
Desde que en diciembre pasado el Consejo de Ministros aprobó un anteproyecto de ley sobre el aborto, el debate no cesa. Y sin embargo, no solo no se ha dicho todo, sino que siguen en la sombra tres figuras fundamentales: la mujer prostituida, el padre del nasciturus, y especialmente —aunque les sorprenda— la madre.
Vamos con la primera. Hasta el más despiadado antiabortista entiende que es una intolerable violencia obligar a una mujer a dar a luz al hijo concebido en su cuerpo por un desconocido al que ella no deseaba: de ahí que el anteproyecto permita abortar a la mujer violada. Pero ¿y la prostituta? Si se queda embarazada, ¿no lo estará también del hijo de un desconocido con el que tuvo una relación sexual no deseada (aunque la consintiera por dinero)? ¿Y no hay muchas más mujeres prostituidas que violadas? ¿Por qué, entonces, el anteproyecto contempla el supuesto de violación —único en que la voluntad de la mujer basta para que sea legal abortar—, pero no el de prostitución? La respuesta, me temo, es muy sencilla: porque quienes lo inspiran pertenecen a la clase y género dominantes. “Sus” mujeres, las de su estatus social, no se prostituyen, pero pueden ser violadas: de ahí que solo esto último les preocupe. Y ellos, siendo varones, nunca conocerán la prostitución… salvo quizá como clientes. Los mismos diarios que en nombre de la moral católica claman contra el aborto, no tienen inconveniente en publicar anuncios de “Contactos”. Y si de resultas de esa actividad, las prostitutas se quedan embarazadas, que se las arreglen.
Segunda figura ausente: la del padre. El debate del aborto se plantea como un dilema entre los derechos del nasciturus y los de la mujer embarazada, sin que el caballero que ha contribuido, es de suponer, al embarazo, sea mencionado siquiera. Por supuesto, es la mujer quien debería tener la última palabra, pues es su futuro el que está en juego más que el de cualquier otra persona (el nasciturus no es persona, aunque pueda llegar a serlo). Pero lo sorprendente es que el mismo anteproyecto que pretende obligar a la mujer, contra su voluntad, a ser madre, no impone al padre responsabilidad alguna.
Así, y siempre según el anteproyecto, en caso de concepción no deseada, el papel de padre es voluntario (para obligarle a asumirlo habría que recurrir a los tribunales); el de madre, automáticamente obligatorio. El único consentimiento que el anteproyecto considera relevante en el caso de la mujer es el relativo al sexo. Si ella se negó a la relación sexual, se le concede el derecho a interrumpir el embarazo. Si por el contrario tuvo relaciones sexuales voluntarias, y se quedó involuntariamente embarazada, que cargue con el embarazo, el parto, la maternidad. No me dirán que todo esto no se parece mucho a la vieja división de las mujeres en dos grupos: las castas, dignas de respeto, y las putas, a las que se castiga.
Pero sobre todo, la figura que falta en el debate, como dije, es la madre. Me explico: ¿recuerdan esa imagen tremendista —de propaganda en contra del aborto— que muestra una mano alzando victoriosamente un bebé ensangrentado? Estupendo; ¿y después? ¿A ese bebé, quién va a cambiarle los pañales, llevarle al colegio, al médico, al dentista; quién va a sacrificar por ella o él noches de sueño, oportunidades de empleo, viajes, parejas; quién va a mantenerlo durante 18 años? ¿El padre? Ya vimos que si no quiere, va a ser muy difícil que lo haga. ¿El Estado?
¿Qué institución, pública o privada, podría hacerse cargo de más de 100.000 menores al año, pues tal es actualmente el número de abortos legales?
El anteproyecto contempla la posibilidad de “guarda administrativa, acogimiento o adopción del nacido en caso de no poder afrontar su cuidado”; no contempla la posibilidad de no querer, y en cualquier caso, si el anteproyecto se convirtiera en ley y se aplicara, ¿qué institución, pública o privada, podría hacerse cargo de más de 100.000 menores al año, pues tal es actualmente el número de abortos legales?… No: la pesadísima responsabilidad respecto al nuevo ser recaerá sobre la madre. Esa madre que, a tenor del anteproyecto, no tendrá derechos —sobre todo el fundamental: el de decidir si quiere o no serlo—, pero sí obligaciones, abrumadoras, durante 18 años, y a punta de pistola: el abandono de menor constituye delito, penado con la cárcel.
De todo esto, los autores del anteproyecto no quieren saber nada. Prefieren seguir creyendo, o fingiendo creer, que vivimos en un “mundo feliz” —título de la novela de Aldous Huxley— en el que todas las mujeres que tienen relaciones sexuales (a menos que hayan sido violadas) quieren ser madres, aman a sus hijos, los mantienen y se sacrifican por ellos encantadas de la vida (aunque al principio haya que forzarlas un poquito prohibiéndoles interrumpir el embarazo) y se las arreglan sin los padres, a los que no reclaman nada; y en el que las prostitutas, ocultas en el cómodo (para los clientes) limbo de la alegalidad, no plantean ningún problema… Pero un “mundo feliz” basado en prohibiciones y castigos no se parece a la amable fantasía imaginada por Huxley, sino más bien al horror totalitario que pintó Orwell en 1984.
Laura Freixas es escritora. Su último libro publicado es Una vida subterránea. Diario 1991-1994 (ed. Errata Naturae, Madrid, 2013).