SANTIAGO BARAMBIO
En estos días en los que se ha reeditado para la arena pública la dicotomía aborto sí, aborto no de 1985, los que no nos dejamos engullir por la inercia del reduccionismo interesado recordamos que la Ley de Salud Sexual y Reproductiva e Interrupción del Embarazo se elaboró, entre otras razones, para superar una ambigüedad que mermaba la seguridad jurídica de mujeres y profesionales.
Una norma que aún tiene pendiente su desarrollo reglamentario, la verdadera ley, del que dependerá que los acertados principios sean un hecho. La normativa, que entrará en vigor el 5 de julio, pretende que las mujeres puedan acceder al aborto en condiciones de igualdad y gratuidad en todo el territorio, para lo cual se prevé la formación de los profesionales, la regulación de la objeción de conciencia y el desarrollo de una estrategia nacional de salud sexual y reproductiva.
Más allá de la regulación de la objeción de conciencia, que en mayor o menor medida puede mermar la resistencia a la realización de abortos provocados, mi propia experiencia me muestra que existe una clara reticencia por parte de los médicos en general, y de los ginecólogos en particular, a realizar interrupciones de la gestación. ¿Por qué? La respuesta es simple: toda prestación no normalizada (aunque sí reconocida) por el Sistema Nacional de Salud “no existe” y, si no existe, no suma sino que resta proyección profesional. En consecuencia, y hasta que esa necesaria normalidad sea un hecho, podemos encontrarnos con que la mujer que va a interrumpir su gestación lo haga en las manos de médicos que no desean hacer abortos y que, de hacerlos, los harán aplicando conocimientos obstétricos que poco tienen que ver con las técnicas específicas de aborto provocado, disminuyendo la calidad de la prestación.
Porque a nadie debería pasar desapercibido que, mientras que los profesionales de los centros especializados se han formado en esta práctica sanitaria, la mayoría de los médicos y sanitarios del ámbito público no sólo no han recibido formación curricular, sino que tampoco han adquirido los conocimientos de la práctica después. En este sentido, la postura de algunas universidades que se niegan, desafiando la ley, a formar a los futuros médicos y sanitarios en el recurso del aborto, no nos permite ser optimistas.
Por otra parte, nadie debería obviar que, aun reforzando las estrategias comunes a través de mecanismos como el Consejo Interterritorial de Salud, resulta complicado que algunas consejerías de Sanidad se presten a facilitar y a no impedir la prestación. En la línea de rebelión contra las normas generales, basta recordar cómo en algunas comunidades se están cerrando los centros de atención y educación sexual para jóvenes, como se están recortando, cuando no suspendiendo en beneficio de organizaciones religiosas y de asociaciones antiaborto, la financiación a las entidades especializadas en Salud Sexual y Reproductiva; suficiente recordar estas y otras decisiones similares de algunos gobiernos autonómicos para entender que la alergia que a algunos les produce la educación y la atención sexual resultará “patológica” en la aplicación de la nueva ley. Y así puede darse el caso de que proliferen los centros de asesoramiento financiados públicamente, en los que el principal objetivo sea culpabilizar a la mujer. Puede darse el caso de que los requisitos que se pidan a los centros (públicos o privados) para la realización de una cirugía menor ambulatoria (el 90% de los abortos) sean los propios de un gran hospital (como de hecho ya sucede en algunas autonomías), de tal forma que, llegado el caso, no haya centros. Incluso puede darse la ocasión de que se reediten las inspecciones políticas basándose en un supuesto tratamiento incorrecto de los residuos, la supuesta ilegalidad de las intervenciones o la custodia de los datos, como ya ocurriera con el caso Isadora.
Pero, ante todo, lo que resultaría más lamentable es que la asimilación de esta prestación por el sistema público no contemplara su carácter diferencial, reduciendo esta a un servicio más en el que la mujer sería la principal perjudicada.
En el marco de ese esfuerzo, nuestros políticos, pero sobre todo nuestra comunidad médica, deberían entender que la interrupción de embarazo es una práctica socio-sanitaria que no sólo demanda técnicas propias en el ámbito estrictamente médico, sino que abarca aspectos sanitarios, psíquicos, íntimos y sociales que hay que seguir abordando con todas las garantías. Si estos aspectos no son tratados uno por uno por profesionales de diversos ámbitos, con experiencia y sin juicios previos de carácter moral, es decir, si no se mantienen o se crean unidades especializadas en interrupción del embarazo, se puede producir el mal llamado “síndrome post aborto”.
Si el paso que una mujer da en difíciles circunstancias se banaliza o se convierte en una acción sanitaria de trámite, se está frivolizando una de las decisiones más complejas para la mujer, se ningunea su decisión, se culpabiliza su derecho y se puede provocar un daño.
Resulta decisivo que el reglamento en fase de elaboración aborde estos y otros aspectos. De no hacerlo, la nueva norma estaría obviando la realidad social, personal y sanitaria de miles de mujeres.blogs.publico.es/dominiopublico/1923/retos-del-derecho-al-aborto/